Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.
Apenas se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos
momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan las discusiones
y las escenas de familia.
¡Qué desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de
compostura! ¡Qué ignorancia de lo que es bien morir!
Ni un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe
conyugal, daría una noción aproximada de las bataholas que se producen a cada
instante.
Mientras algún vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se
insultan como carreros, y al mismo tiempo que resuena un estruendo a mudanza,
se oyen las carcajadas de los que habitan en la tumba de enfrente.
Cualquier cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los
deseos que había logrado reprimir durante toda su existencia de ciudadano, y no
contento con enterarnos de sus mezquindades, de sus infamias, a los cinco
minutos de hallarnos instalados en nuestro nicho, nos interioriza de lo que
opinan sobre nosotros todos los habitantes del cementerio.
De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas
irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos atormentan en tal
forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas de suicidarnos
nuevamente.
Aunque parezca mentira —esas humillaciones— ese continuo estruendo
resulta mil veces preferible a los momentos de calma y de silencio.
Por lo común, éstos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De pronto,
sin el menor indicio, caemos en el vacío. Imposible asirse a alguna cosa,
encontrar una asperosidad a que aferrarse. La caída no tiene término. El
silencio hace sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica cada vez más, y el
menor ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se
desprende, retumba, se amplifica, choca y rebota en los obstáculos que
encuentra, se amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya
se va a extinguir, y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce
de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el sueño para
siempre.
¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un
país donde no se puede vivir!
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Oliverio Girondo nació el 17 de agosto de 1891 en Buenos Aires en el seno de una familia adinerada, lo que le permitió desde niño viajar a Europa. Gracias a esto estudió en París y en Inglaterra. Escribió y publicó desde muy joven.
Participó en las revistas que señalaron la llegada del ultraísmo (la primera vanguardia que se desarrolló en Argentina), como Proa, Prisma y Martín Fierro, en las que también escribieron Jorge Luis Borges, Raúl González Tuñón, Macedonio Fernández y Leopoldo Marechal, la mayoría de ellos del Grupo de Florida que en contraposición al Grupo de Boedo se caracterizaba por su estilo elitista y vanguardista.Girondo fue uno de los animadores principales de ese movimiento. Y ejerció influencia sobre poetas de las generaciones posteriores, entre ellos el surrealista Enrique Molina, con quien tradujo Una temporada en el infierno, de Arthur Rimbaud.
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