Así lo dice Friedrich Nietzsche:
“¿Cómo esbozamos un retrato de la vida y el carácter de una persona que
hemos conocido? En general, exactamente igual que como se esboza el de una
región que hemos visitado alguna vez. Tenemos que representarnos sus
particularidades fisonómicas: la naturaleza y forma de sus montes, la fauna y
la flora, el azul del cielo; todo esto, en su conjunto, determina nuestra
impresión. Pero, precisamente aquello que primero salta a la vista, la masa de
las montañas, la forma de los roquedales, no proporciona en sí mismo el
carácter fisonómico propio de una región: en distintas extensiones de tierra,
como grupos que se atraen y se repelen, surgen según leyes idénticas idénticos
tipos de montes, las mismas configuraciones de la naturaleza inorgánica. Algo
distinto ocurre con la naturaleza orgánica. Sobre todo en el reino vegetal se
encuentran los rasgos más sutiles para un estudio comparativo de la naturaleza.
Algo parecido sucede cuando queremos contemplar una vida humana y
valorarla con justicia.
No debemos dejarnos guiar por los acontecimientos ocasionales, los dones
de la fortuna, los giros caprichosos del destino, pues sólo son el resultado de
la coincidencia de circunstancias externas que, similares a las cimas de las
montañas, son las primeras que saltan a la vista. En cambio, precisamente
aquellas experiencias mínimas, aquellos acontecimientos interiores a los que no
damos importancia, son los que con más claridad muestran la totalidad del
carácter de un individuo, pues se desarrollan orgánicamente según la naturaleza
humana, mientras que los otros no le pertenecen, sólo están unidos con él de
forma inorgánica.
Después de esta introducción parecerá como si yo deseara escribir un
libro sobre mi vida. De ningún modo. Solamente quiero señalar cómo comprendo
los acontecimientos vividos que narraré a continuación. Esto es, tal y como lo
haría un apasionado naturalista que reconoce en sus colecciones de plantas y
minerales, clasificadas según los distintos terrenos, la historia y el carácter
de las que examina; en contraposición al niño ignorante que sólo ve en ellas
piedras y plantas para jugar y divertirse y del utilitarista que las contempla
orgullosamente con desprecio, ya que las considera inútiles al no servir ni
para alimento ni para vestido.
Como planta, nací cerca del camposanto; como hombre, en la casa de un
párroco de aldea.
¿Y a santo de qué ese tono tan profesoral? Puede ser, pero, en todo
caso, no deseo excusarlo. ¿Qué más puede hacer una introducción para mejorar la
vida que instruir, si la vida misma no instruye? Y estas noticias escuetas de
mi vida ni podrán instruir ni entretener; son como piedras lisas; pero, en
realidad, esas piedras son hermosas, con su coraza de musgo y tierra.
Al lado de la carretera comarcal que va desde Weißenfels hasta Leipzig y
que pasa por Lützen, se halla la villa de Röcken. Se encuentra rodeada de
sauces, álamos y olmos aislados, de modo que desde lejos sólo se ven sobresalir
las elevadas chimeneas de piedra y el antiquísimo campanario sobre las verdes
cimas. En el interior del pueblo hay anchos estanques separados unos de otros
por estrechas franjas de tierra. En torno a ellos, verde frescor y nudosos
sauces. Algo más arriba se encuentra la casa parroquial y la iglesia; la
primera está rodeada de jardines y de prados arbolados.
Muy cerca se halla el cementerio, repleto de lápidas semienterradas y de
cruces. Tres acacias majestuosas de amplias ramas dan sombra a la propia casa
parroquial.
Aquí nací el 15 de octubre de 1844 y, a causa del día de mi nacimiento,
se me bautizó con el nombre de «Friedrich Wilhelm». El primer acontecimiento
que me conmocionó cuando aún estaba formándose mi conciencia fue la enfermedad
de mi padre. Era un reblandecimiento cerebral. La intensidad de los dolores que
sufría mi padre, la ceguera que le sobrevino, su figura macilenta, las lágrimas
de mi madre, el aire preocupado del médico y, finalmente, los incautos
comentarios de los lugareños debieron de advertirme de la inminencia de la
desgracia que nos amenazaba. Y esa desgracia vino: mi padre murió. Yo aún no
había cumplido cuatro años.
Algunos meses después, perdí a mi único hermano, un niño vivaz e
inteligente que, presa de un ataque repentino de convulsiones, murió en unos
instantes.
Así pues, tuvimos que abandonar nuestra tierra; al atardecer del último
día jugué aún con muchos niños y me despedí de ellos, al igual que de todos mis
lugares queridos. No pude dormir; nervioso y malhumorado daba vueltas en mi
lecho hasta que, finalmente, me levanté. En el patio se cargaban varios carros;
la tenue luz de una linterna iluminaba la escena. En cuanto amaneció se
engancharon los caballos; partimos en medio de la bruma matinal hacia Naumburg,
la meta de nuestro viaje. Aquí, al principio con timidez, luego algo más
espabilado, pero siempre con la dignidad de un pequeño filisteo envarado,
comencé a conocer la vida y los libros. En Naumburg aprendí también a amar la
naturaleza representada en sus hermosos bosques, valles, castillos y fortalezas
y a querer a los seres humanos en la persona de mis parientes y amigos.
Comenzó también la época del gimnasio y, con ella, los nuevos intereses
y las nuevas inquietudes. Sobre todo fue entonces cuando germinó mi inclinación
por la música, a pesar de que el comienzo de las clases casi contribuyó a
erradicarla en sus raíces. Mi primer maestro fue un maestro de capilla, con
todos los encomiables defectos de un maestro de capilla y, además, de uno
jubilado, sin ningún mérito especial.
Finalmente, y con la debida lentitud de rigor, llegué a tercero. Ya era
tiempo de salir del círculo materno, de desacostumbrarse por fin a esa rutina
que es tan nefasta para la vida práctica. Poseía en mí la ciencia de algunas
enciclopedias, todas mis posibles inclinaciones se habían despertado ya,
escribía poemas y dramas horripilantes y mortalmente aburridos, me martirizaba
con la composición de música sinfónica y se me había metido en la cabeza la
idea de adquirir un saber y un poder universales, tanto que me hallaba en
peligro de convertirme en un completo cabeza de chorlito y en un visionario.
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Pforta |
Por eso me vino muy bien, desde todos los puntos de vista, en calidad de
alumno interno de la escuela provincial de Pforta, dedicarme durante seis años
a concentrar mis fuerzas y dirigirlas hacia metas muy concretas.
Todavía no he dejado atrás esos seis años; sin embargo, puedo considerar
ya maduros los frutos de este período, pues siento sus efectos en todo lo que
actualmente emprendo.
Así pues, puedo mirar con agrado casi todo lo que me ha ocurrido, ya
sean alegrías o penas; los acontecimientos me han conducido hasta ahora como a
un niño.
Ya va siendo hora, tal vez, de tomar yo mismo las riendas de los
acontecimientos y entrar de lleno en la vida.
Y de este modo el hombre se libera de todo aquello que lo encadena; no
necesita dinamitar las rocas, sino que, inesperadamente, éstas caen por sí
solas cuando un dios se lo ordena. Y ¿dónde está el grillete que al final aún
le aprisiona? ¿Es el mundo? ¿Es Dios?”
F.W. Nietzsche. Escrito
el 18 de septiembre de 1863
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Casa de Nietzsche - Sils María |
Las fotografías no se encuentran en el escrito original, son parte de la edición de esta entrada.