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jueves, 13 de agosto de 2015

Más allá del jardín. Antonio Gala






A pesar de que a muchos les parezca mentira, todos tenemos nuestro propio jardín, metafórico o real. En él vivimos a cobijo de las diarias intemperies; por él transcurre una vida más o menos equilibrada, razonable y previsible; sobre él anida la apariencia de dicha que llamamos costumbre y la ausencia de sacudidas vertiginosas que llamamos sosiego. En tal jardín, a veces sin flores y sin árboles, en tal espacio protegido, practicamos una moral minúscula y cicatera —plagada de dogmas, de temores y de tabúes— bajo la que nos sentimos asegurados y que, al ser respetuosos de ella, nos transforma en respetables a los ojos ajenos. Entre esas tapias nos tranquiliza la certeza de que la mayor felicidad siempre está por venir, de que la estabilidad que defendemos es el más alto don. Aunque, pasado el tiempo, como en un relámpago, consideremos que la felicidad no ha existido e incluso que nunca existirá. Y pasado aún más tiempo, nos hagamos a la idea de que acaso la felicidad sea desaparecer. “¿Mar desde el huerto, / huerto desde el mar? / ¿Ir con el que pasa cantando; / oírlo, desde lejos, cantar?” No nos arriesgamos a enfrentarnos con el infinito que bordea el jardín. No osamos preguntarnos con valentía lo que Shakespeare: "¿Por qué una mirada falaz e impura / va a ser juez en el bullicio de mi sangre?”



La sangre, dentro del jardín, no hierve.Cada uno de nosotros vive en su jardín. Y hay que salir de él para examinarse y rastrearse; para ser uno mismo y verse, sentado a la puerta, aguardándose. Entender por fin, sin la menor garantía de acierto ni de éxito visible, lo que significa la palabra yo. Y nunca volveremos a ser los mismos, ni nos identificaremos con nuestra grisácea vida anterior, ni se nos podrá infligir más daño que el que permitamos. El ser que somos no estaba resguardado sino oculto tras las tapias del jardín. Por eso hay que huir de él. Para descubrir la auténtica ética, el deber auténtico (el primero es responder a la pregunta quién soy), el auténtico mundo. Allí está, desplegado, al otro lado de los muros, más allá de las fronteras constrictoras, por encima de las madreselvas y las hiedras que embellecen con su disfraz las rejas de la cárcel.



Porque, si no conseguimos saltar fuera de nuestras pequeñeces, de nuestras creencias para andar por casa, de nuestras convicciones heredadas; si no nos aupamos sobre nosotros mismos para contemplar la realidad, estamos muertos.



Vivir no es conservar vivo el cuerpo: eso es un paso previo a la vida verdadera, no más que un dato para empezar a andar. Hay que abandonarse en brazos —en los brazos inmensos— de la vida; saltar a ellos casi sin equipaje que nos estorbe el salto, sin equipaje que nos travista de otros y nos asemeje a quienes nos rodean. Desnudos en busca de la vida desnuda. Desamparados en los tremedales de la vida desamparada. Fuera, las guerras y las victorias, los tropiezos y las levantaduras, el sacrificio y la consagración. No nos engañemos: el jardín de cada uno es lo contrario de la naturaleza, como lo contrario de un río es una presa. Quizá sea práctica y útil, pero el río no es ella: el río, con sus avenidas y estiajes, es vivo, fluyente, inaprensible. Lo natural es la selva, la jungla, la aridez o la feracidad: lo opuesto a los recortados macizos de un jardín, lo opuesto a la artificialidad domesticada de los setos y las borduras y las podas. El desorden exterior no lo entendemos porque es más grande que nuestro corazón; entendemos el orden del jardín, tan confortable casi siempre. De ahí que nos asuste el temblor de sus paredes, y sus grietas y sus resquebrajamientos: por la edad, por las mudanzas, por el amor que quema y aniquila, por el desamor que nos perturba, por la infelicidad que cruza nuestra mente como un trueno de adivinación.




De todo jardín hay que salir: a ciegas o con los ojos bien abiertos, oigamos o no la llamada de fuera. Hay que salir para topar consigo mismo. Hay que salir, antes o después, a comenzar la vida. Quizá más adelante, cuando nos hayamos convencido de quiénes éramos, sea posible el regreso. Pero entonces será otro nuestro paso, otra nuestra mirada, otra —completamente otra— la letra de nuestra canción.













ANTONIO GALA.



Antonio Gala Velasco (Brazatortas, Ciudad Real, 2 de octubre de 1930) es un escrito español.

Antonio Gala ha sido reconocido entre otros con el 
Premio Nacional de Literatura, 
Premio Nacional Calderón de la Barca, 
Premio Ciudad de Barcelona, 
Premio Foro Teatral, 
Premio del Espectador y de la Crítica y 
Premio Quijote de Oro.








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