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martes, 25 de enero de 2011

Paradoja cotidiana

Entre tanto bullicio, música y algarabía, me sentí agotada. Una fuerte pesadez aplastaba mi ánimo. Todo me pareció vacío y sin sentido. Me senté a observar las gentes que estaban en la fiesta aquella tarde. La música estridente tapaba las voces de aquellos que trataban, compitiendo con el ruido, de comunicarse. O al menos tratar de pasar el tiempo contando alguna circunstancia ocasional. Las copas de gaseosas y otras bebidas burbujeaban enloquecidas en las miradas de los concurrentes. Los pies ágiles y divertidos no dejaban de marcar mil ritmos diferentes. Y bueno, ambiente de fiesta, ambiente de mil estados de ánimo entremezclándose en el aire. Charla, baile, alguna discusión en una mesa, alguna intimidad en un rincón. Luces brillantes y luces tenues contraponiéndose, al igual que las distintas personalidades conocidas y al mismo tiempo desconocidas. Una chimenea de leños ardientes, invitando a la calidez y al sosiego. Muchas cosas diferentes.


En fin, de pronto me sentí cansada. No tenía ganas de estar con gente. Quería recorrer las calles sin rumbo fijo. Estar sola.
Y fue así que salí. La noche se había puesto fría y húmeda y empecé a caminar. La ciudad tiene muchas cosas para ver. 
Al llegar a la avenida pasé por un bar medio desolado. En una mesa contra la ventana vi un hombre que me llamó la atención. Tenía la mirada fija en quién sabe qué. Ni siguiera se dio cuenta que pasaba frente a él. Sostenía en su mano izquierda un vaso de vino blanco, casi vacío, y en la derecha un cigarrillo que se había consumido desafiando el paso del tiempo. Como única compañía un envase de vidrio esperando uno próximo y un atado de cigarrillos negros. Me corrió un escalofrío ante esa sencilla imagen tan cotidiana.

Me quedé pensando en aquel hombre mientras caminaba. Pero otra imagen me arrancó de aquel pensamiento. Una nenita de apenas seis años caminaba lentamente con unas rosas envueltas en celofán, buscando compradores. Carita de inocencia y de pureza, y al mismo tiempo, cargada de una extraña y apresurada madurez. La saludé al pasar a su lado, levantó la vista y una tímida sonrisa fue su respuesta. Siguió su camino y nada más.

Más adelante pasé por la plaza del barrio y allí el frío parecía ser más intenso. Una joven muchacha estaba sentada en uno de los bancos, callada y cabizbaja. No parecía familiarizada con el lugar, más bien parecía haber llegado hacía poco tiempo, a juzgar por un gran bolso y un papel que llevaba entre sus manos. Otra imagen que por cotidiana, pasa a veces inadvertida. O quizás, por ser historia común, tantas veces repetida.


¡Cuántas soledades habitando esta gran ciudad! ¡Qué extraña sensación empezaba a recorrerme!.
Envuelta en interrogantes y reflexiones, caminé sin darme cuenta, unas varias cuadras más.

En una bocacalle apenas iluminada, me llamó la atención una botella pequeña que había junto al cordón. Me agaché para ver de qué se trataba. Estaba un poco sucia, pero muy bien cerrada. En su interior había una hoja de papel enrollada. Sí, al mejor estilo mensaje de las películas de piratas. Sentí curiosidad por algo poco usual en la jungla de cemento. Con un poco de trabajo logré destaparla y extraer de su interior aquella hoja. Estaba algo amarillenta, denunciando el paso del tiempo. Desdoblé esa hoja, muy intrigada por su mensaje e imaginando una aventura novelesca. Fue grande mi sorpresa al leerla. Tan pocas palabras, me hirieron profundamente y sentí una gran impotencia hacia el autor de aquella línea: No soporto esta soledad”. Y un pequeño pimpollo rojo como la sangre y frágil como una lágrima, reseco en su interior.

Me sentí muy mal, pensé en todo lo que había visto aquella noche y aquel mensaje anónimo abandonado, para ser recogido por quién sabe quién. Y pensar que hacía unas horas salí a caminar buscando la soledad. Y pensar que en aquella fiesta encontré mil soledades tratando de encontrarse. Y qué contradicción: soledad a solas y soledad en compañía, falta de comunicación, carencia de amor.

Di media vuelta, buscando el camino de regreso, con aquella carta guardada en la cartera. Y empecé a caminar, pero ahora más de prisa, como queriendo aprovechar cada minuto por llegar.

Voy en busca de una gran entrega para compartir, la cálida y sincera compañía de un ser humano...

SilRed

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